Tenía por costumbre apartarme a monasterios inhóspitos para celebrar la revolución solar en entornos de silencio y meditación. No importaba la religión o la creencia, porque el silencio y la meditación son universales, y no pertenecen a ningún credo o fe. Pero este año, que tan apartado ando de lo sagrado y, por lo tanto, tan cerca de los pobres de espíritu, tuve un día normal en un mundo normal en una atmósfera normal.
Lo hermoso fue compartir el día con mi compañera de viaje, disfrutar del sagrado cotidiano y entender que la celebración de la Vida puede hacerse de cualquier manera, siempre que seamos conscientes de que estamos vivos, de que un surco magnético del universo nos atraviesa y de que, entre las rejillas galácticas, alguna dimensión desconocida encarnamos.
Así que nos levantamos temprano, al albor de las primeras luces, la alborada hermosa que vemos desde nuestra privilegiada ventana. Fuimos a desayunar a un nuevo pueblo. Hemos cogido la costumbre de una vez a la semana desayunar en algún lugar que no conozcamos, por interaccionar con esos tantos universos próximos y poder ver y sentir las energías de cada sitio.
Esta vez tocó Valdemorillo, y nos pusimos tibios desayunando unos de los churros y porras más ricos que he probado, con el permiso, claro, de los de Cuenca. Nos sorprendió gratamente el pueblo y tomé nota por si al final tenemos que hacer esas guías que nos encomienda la Comunidad de Madrid. Sin duda, un pueblo hermoso en la Sierra Oeste.
Tras el desayuno y la visita obligada a la plaza del pueblo con su ayuntamiento, llegamos a la iglesia. Justo empezaba la misa y como había un alegre coro, decidimos quedarnos. El cura, vivo y vivaz, nos habló del “yo soy” y del “sarmiento”. Nos recordó cuando la zarza ardiente se le apareció a Moisés y ahí apareció el primer “yo soy”. Y como Jesús, bien conocedor de los antiguos testamentos, utilizó ese yo soy para referirse a sí mismo y su conexión con el Padre Celeste. “Yo soy la Vid”, “yo soy la Luz”, “yo soy el Camino”, “yo soy la Vida”. Reconozco que en algún momento del pregón me emocioné hasta el punto de soltar alguna lágrima. De repente sentí que ese “yo soy” crístico y sagrado me atravesaba, y tomaba consciencia, en aquel lugar inmaculado, de que la Vida nos atraviesa, y estamos vivos.
En el silencio aparente de la misa, reflexionaba sobre aquel grupo que se hace llamar así, “I am”, “Yo Soy”. El movimiento, inspirados por las corrientes teosóficas de tiempos pasados, cree en la existencia de una jerarquía de «Maestros Ascendidos», una jerarquía de seres que, por edad espiritual, guían y orientan a nuestra perdida humanidad.
Tras la misa, el ágape. Y mientras comíamos una rica pizza de setas funghi para celebrar el día especial, pensaba en el “yo soy”, en los pobres de espíritu, sobre esos que nos sabemos arruinados espiritualmente, alejados de la fuente, perdidos, en bancarrota interior, pero que, de alguna manera, nos arrodillamos humildemente para reconocerlo, buscando saciar la sed interior que nos invade. Es algo extraño porque la única forma de descifrar el misterio de la existencia es reconocer humildemente que estamos ante una gran revelación a la que no podemos acceder. Lo sentí en la iglesia escuchando el sermón y las alabanzas del coro. Lo siento cuando miro la naturaleza y contemplo sus maravillas. O cuando abrazo en silencio el amor y la triada que de él surge. Se siente cuando respiramos profundamente en consciencia.
Pensaba en todo eso también esta mañana, en mi primer día como nuevo recipendiario de este nuevo tiempo, mientras contemplábamos atónitos y algo desesperados como la lluvia, el viento y el azaroso azar, habían derrumbado todo el muro de la entrada de la parcela que aspira a ser un lugar de silencio y meditación. Me preguntaba, algo desesperado por la situación, por qué a veces ocurren estas cosas. Y por qué precisamente ahora, en una semana complicada de un tiempo complicado. A pesar del cabreo mañanero, en algún momento respiré profundamente y me dije: “yo soy”.